Relateando | Donde ya no somos.
La mesa estaba puesta como cada Navidad, con el mantel rojo de siempre, los platos de borde dorado y las copas que tintineaban con cada brindis. Todo parecía igual, pero nada lo era. Los familiares, sentados en su lugar de costumbre, intercambiaban risas y bromas, pero las sonrisas de ellos dos no llegaban a los ojos. No era que no se quisieran, ni que la relación estuviera en crisis. Era algo más profundo, algo que se había ido gestando a lo largo de los años y que ya no podían ignorar.
Desde extremos opuestos de la mesa, ellos se miraban de vez en cuando, pero siempre con la misma sensación de distancia, como si se encontraran en un lugar diferente. Las conversaciones a su alrededor giraban en círculos: las mismas bromas, las mismas quejas sobre la vida, los mismos planes que nadie cumpliría. Nada cambiaba, y sin embargo, ellos sentían que todo estaba cambiando dentro de ellos.
Mientras las copas se llenaban de vino y la noche avanzaba, una de las dos personas dejó escapar un suspiro, tan suave que nadie lo notó, excepto el otro. Ese suspiro, aunque breve, pesó más que toda la cena. El silencio entre ellos, en medio del bullicio, se había vuelto una presencia palpable. Ya no sentían que encajaran en ese círculo, rodeados de personas que, aunque los querían, nunca parecían entenderlos. Era un cariño vacío, un «te quiero» sin acción, sin interés genuino. Nadie se preocupaba realmente por ellos, por lo que estaban viviendo. Nadie hacía el esfuerzo de preguntar cómo se sentían. Solo estaban allí, como una tradición más.
Habían pasado años deseando lo mismo, soñando con la llegada de un niño que jamás apareció. Habían hablado de ello una y otra vez, en privado, con esperanza, pero también con miedo. En los últimos meses, se habían vuelto expertos en callar ese deseo. En ocultar el dolor de no ser padres. Nadie más lo sabía, o al menos nadie preguntaba. Había una especie de pacto silencioso entre ellos y los demás, una barrera invisible de la que nadie hablaba, pero todos sentían. Ese anhelo de ser padres, ese vacío, parecía algo que solo a ellos dos les afectaba. Y, sin embargo, sentían que el peso de ese fracaso se les acumulaba, como una carga que nadie podía ver.
La noche continuó, y llegó el momento del intercambio de regalos. Las risas siguieron, pero no llegaban a ellos. Miraban a su alrededor, viendo cómo la vida seguía su curso, pero ellos sentían que se habían quedado atrás. Había un vacío creciente, como si todo a su alrededor fuera parte de un guion que ya no les pertenecía. Cuando la cuñada comenzó a reírse del mal gusto de un regalo, una chispa de amargura pasó por su mente. ¿Cuánto tiempo llevaban participando en estas bromas que ya no les interesaban? ¿Cuánto tiempo seguirían asistiendo a estas reuniones, repitiendo el mismo ritual una y otra vez, hasta que algo dentro de ellos se rompiera por completo?
La noche llegó a su fin, y todos se levantaron de la mesa, ya cansados de las risas forzadas y las conversaciones superficiales. El año terminaba, pero ellos dos sentían que, en ese lugar, no había nada que los conectara ya con ese ciclo. Todo seguía igual, pero todo había cambiado. Las luces del árbol parpadeaban como si quisieran engañarlos, pero no podían ignorar la oscuridad que sentían en su interior.
Salieron al frío de la noche, aliviados por la frescura del aire, como si al menos allí, en el silencio del exterior, pudieran respirar con mayor claridad. El frío era tangible, pero a su vez, aliviador. Caminaban juntos, sin hablar, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, hasta que llegaron al coche. En ese instante, uno de ellos rompió el silencio.
—¿A ti también te pesa? —preguntó, con voz suave pero cargada de una tristeza que parecía inabarcable.
El otro asintió, sin mirar a los ojos, pero su rostro reflejaba la misma sensación de desgaste.
—Sí. Ya no somos parte de esto. —Su voz tembló ligeramente, como si finalmente pudiera admitir lo que llevaba meses callando.
Ambos se sentaron en el coche, pero no arrancaron de inmediato. Las palabras sobraban. Solo se miraron, como si, por fin, pudieran entenderse sin necesidad de hablar. Ya no encajaban en ese mundo que los rodeaba, ese mundo donde todo seguía igual mientras ellos sentían que algo esencial se les escapaba. Nadie les preguntaba si estaban bien, nadie parecía notar que no encajaban. Nadie veía lo que había detrás de esa fachada de «perfecta normalidad».
Era como si se encontraran atrapados en un lugar que ya no les pertenecía, con sueños que no podían compartir con los demás. La desconexión era cada vez más profunda, y aunque su amor seguía siendo fuerte, no podía llenar ese vacío. No sabían si era el momento de hacer algo diferente, de alejarse, de buscar un espacio donde pudieran ser ellos mismos, pero sabían que algo tenía que cambiar.
—¿Y si nos alejamos un poco de todo esto? —preguntó el otro, en un susurro, como si tuviera miedo de pronunciarlo en voz alta.
La respuesta llegó con una simple mirada. Un gesto de comprensión mutua. Sabían que era el momento de cambiar, de dejar de vivir para complacer a otros. De encontrar su propio camino. Juntos.
La carretera se estiraba ante ellos, pero no importaba el destino, porque por fin se sentían libres de seguir su propio rumbo.


